La última travesia de la Libertadora

Por Jorge Cardona Alzate





El 23 de noviembre de 1856, desterrada y proscrita, blanco de calumnias y aferrada a una silla de ruedas, víctima de una epidemia de difteria y con apenas 59 años, murió en el puerto de Paita (Perú) la emblemática libertadora del Libertador, Manuela Sáenz Aispuru. Su cuerpo y sus posesiones, incluidas sus cartas de amor y documentos secretos de la Gran Colombia que conservaba como recuerdos, fueron incinerados y las cenizas arrojadas en una fosa común del cementerio local, como un destino manifiesto para el olvido absoluto.
Una venganza alentada por la envidia de sus contemporáneos que sólo dio origen a su vigorosa leyenda. La historia de una hermosa mujer quiteña, fruto del amor prohibido entre un hidalgo español y una criolla que sobrevivió dos años al alumbramiento de su hija, quien después de participar en las redes de inteligencia que auxiliaron a los ejércitos de la causa de la Independencia en su primera juventud, a partir de 1822 se convirtió en amor y confidente del Libertador Simón Bolívar hasta su muerte en Santa Marta, en diciembre de 1830.
El domingo 16 de junio de 1822 en que lo conoció, a la cabeza de tres mil soldados Bolívar entró triunfante a Quito y ella, desde la baranda de su casa, le arrojó una corona de laureles que rozó su hombro y obligó a mirarla. Así lo describió: “Un inesperado temblor pobló mi alma y mi cuerpo durante un segundo eterno (...). Desde ese momento mi vida le perteneció para siempre. Me había conquistado el halo del héroe magnífico y su indudable esplendor”. Sólo había un problema: Manuelita era casada con el médico y naviero inglés James Thorne, 27 años mayor que ella.
Pero esa misma noche, durante un baile de bienvenida, emprendieron un amor temerario. Años después, en carta al militar italiano Giuseppe Garibaldi, citada por Juan Pablo Llinás en su libro Simón Bolívar visto por Manuela Sáenz, así lo resumió la enamorada: “Esa noche bailamos los valses de moda. A ratos lo sentí apretarme la mano y al tiempo mirar mis ojos en la búsqueda de saber hasta dónde podía avanzar (...). Después salimos al patio interno de la casa (...). Antes de regresar tomó con su mano mi barbilla y me besó en los labios”.
Manuelita Sáenz tenía 27 años; Simón Bolívar, 39. Desde ese día sellaron su amor. Ella dejó a su marido y lo acompañó en sus batallas. Se incorporó a su Estado Mayor y ascendió a Capitán de Húsares después de la Batalla de Junín en 1824. Desde el frente de Ayacucho, en diciembre del mismo año, el mariscal Antonio José de Sucre reconoció que se había destacado atendiendo a soldados heridos y “batiéndose a tiro limpio con fuegos enemigos”. Por eso pidió que se le otorgara el grado de Coronel del Ejército colombiano, que Bolívar aceptó.
Juntos vivieron la gloria antes de que la envidia los envolviera en su abrazo. Cuando Bolívar regresó a Bogotá para reasumir la Presidencia de la Gran Colombia y enfrentar la amenaza de la separación de Venezuela, uno de sus primeros deseos fue pedirle a Manuelita que lo acompañara. El 8 de enero de 1828 estaba con él, justo en el momento en que la Convención de Ocaña, convocada para saldar diferencias políticas con Santander en una nueva Constitución, estaba a punto de empezar. Inició en abril y en agosto ya había precipitado la dictadura del Libertador.
Bolívar afrontaba la tempestad política y ella saldaba los vínculos con su esposo. “¿Usted cree que yo, después de ser la predilecta de este general y con la seguridad de poseer su corazón, prefiera ser la mujer del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo o de la Santísima Trinidad? (...). Yo no vivo de preocupaciones sociales, inventadas para atormentarse mutuamente (...). Hagamos otra cosa: en el cielo nos volveremos a casar, pero no en la tierra (...). Allá todo será a la inglesa, porque la vida monótona está reservada a su Nación”, le escribió al doctor Thorne.
Tuvo tiempo para refrendar su libertad personal y, desde su casa en arriendo, a desafiar a los contradictores de Bolívar, sus mismos enemigos. Y se precipitó el momento estelar. Hacia la medianoche del jueves 25 de septiembre de 1828, cuando un grupo de conjurados llegaron a matar al Libertador y éste quiso enfrentarlos con espada y pistolas, Manuelita le impidió hacerlo y lo forzó a saltar por una ventana para eludir la muerte. Bolívar se ocultó bajo el puente de San Agustín y cuando pasó el peligro elogió a Manuelita con el apelativo con que la conoce la historia: “Tú eres la libertadora del Libertador”.
Desde ese día todo fue distinto. Bolívar desistió de su mandato extremo, convocó al Congreso a elaborar una nueva Carta Política y renunció a la Presidencia. Después emprendió su viaje hacia la muerte. Manuelita Sáenz lo recordaría con desgarradoras frases: “Al llegar a casa, besa mi mejilla por última vez. No pude conseguir que me permitiera acompañarlo (...). Me promete volver, pero el instinto me dice que parte para siempre de la ciudad y de este mundo (...). Nada le resta. El pesimismo lo consume. Ha perdido la ilusión de vivir”.
Y más demoró en conocerse el deceso del Libertador en diciembre de 1830, que en empezar el desprecio. Manuelita Sáenz no fue la excepción. Llegaron a pedir que le aplicaran la pena de muerte e incluso ella, entre las amenazas y la desesperación, intentó suicidarse haciéndose morder por una serpiente. Pero finalmente en 1833, el presidente Francisco de Paula Santander le cambió el castigo y la deshonra social por el destierro. Viajó a Jamaica junto con las esclavas Nathán y Jonatás que su padre le había comprado en Panamá en 1817, y allí permaneció tres años.
En críticas condiciones económicas, en 1835 decidió volver a su natal Ecuador para recuperar las propiedades de su padre, pero cuando llegó a su tierra fue apresada, conducida a Guayaquil y, por orden del presidente Vicente Rocafuerte, expulsada del territorio para evitar que su nombre revolcara la política. Sin destino y la única compañía de su esclava Jonatás, terminó en el puerto de Paita, al norte de Perú, donde habitualmente llegaban los desterrados ideológicos. Allí vivió 26 años sin honores, dándole rienda suelta a sus recuerdos.
Se dedicó a bordar, fabricar dulces o vender tabaco. Bautizó a sus perros con los nombres de los enemigos de Bolívar para recordarlos y volvió una costumbre reunir a los niños del puerto para enseñarles quién había sido el Libertador. Mientras el tiempo fue aplacando los odios, a su casa empezaron a llegar ilustres visitantes. El patriota italiano Giuseppe Garibaldi, el escritor peruano Ricardo Palma, su homólogo norteamericano Herman Melville. Cuando murió en 1856 quedó intacto el legado de su morada ajena. Y renació la leyenda.
Los pintores recobraron sus ojos oscuros, cabellos recogidos y tez blanca. Los escritores pulieron sus frases. “Le sobraba genio, sólo faltaban hombres que la secundaran”, expresó el historiador Alfonso Rumazo. “Su carne era como lava no eructada”, aseguró el escritor venezolano Denzil Romero. “Había en ella algo muy libre, casi descocado. Sin embargo, las manos bellas y cuidadas uñas que sostenían levemente las riendas, mostraban los ahusados dedos de la dama. Eran manos capaces de acción”, añadió Víctor Von Hagen.
El poeta chileno Pablo Neruda la inmortalizó en su canto: “Manuela, brasa y agua, columna que sostuvo no una techumbre vaga sino una loca estrella. Hasta hoy respiramos aquel amor herido, aquella puñalada de sol en la distancia”. Y primero que todos, con versos de La insepulta de Paita, reclamó para ella un epitafio: “Y yo les pregunté por Manuelita, pero ellos no sabían el nombre de las flores. Al mar le preguntamos, al viejo océano. El mar peruano abrió en la espuma viejos ojos incas y habló la desdentada boca de la turquesa”.
Ahora es un colectivo el que recobra su nombre y sus cenizas. En el marco de la celebración del Bicentenario de los pueblos de América, por iniciativa del gobierno de la provincia de Pichincha (Ecuador) y el apoyo de profesionales y gentes del común de Perú, Ecuador, Colombia y Venezuela, avanza la “Campaña triunfal, Manuela la Libertadora”. De la fosa común del cementerio de Paita fue extraído un pedazo de tierra y en un cofre dispuesto en la primera semana de mayo, los restos simbólicos de Manuelita son llevados a su justa morada.
La caravana ya recorrió las costas del Perú. Siguió su ruta por las provincias de Ecuador hasta llegar a Quito el 24 de mayo. En junio cruzó la frontera y el próximo martes 6 de julio estará en Bogotá. A su paso, investigadores, artistas y gobiernos están recobrando la memoria de una mujer que fue mucho más que amante de Simón Bolívar. Una activista política y libre pensadora que desde sus tiempos de portadora de la Orden del Sol, impuesta por el general José de San Martín, cumplió un rol protagónico para la libertad que hoy debe reivindicarse.
La idea es que el próximo 24 de julio, fecha del natalicio de Simón Bolívar, como fue su deseo hace 156 años, sus restos mortales, así sean simbólicos o volátiles cenizas, sean depositados en el Panteón Nacional de Caracas (Venezuela), donde reposan los del Libertador. Como lo advierten los organizadores de la caravana, ya es hora de romper los prejuicios históricos y promover el conocimiento de una de las mujeres emblemáticas de América que renace de su olvido para volver a florecer en la semilla de nuestra historia renovada.
(Tomado del Espectador-Colombia)

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